Cuando mi padre regresó, por última vez del otro lado, aquella historia se fue, o al menos se dejó de contar.
No es que la prohibiera, sin embargo se esforzó en hacer que mi madre la olvidara, quizá por la vergüenza de aquellos actos que había hecho la abuela, o porque desde un inicio sabía perfectamente que aquella historia tenía más de cuento que de verdad. Le causaba gracia, pero nunca se rió. Que Romana la contara lo tomaba con indiferencia, pero que la creyera era preocupante, sobre todo porque se acentuaba en su ausencia, cada regreso era encontrar una familia muerta de hambre y una esposa repitiendo la misma historia, regodeándose en un árbol genealógico y en una falda satinada con listón blanco y entorchado que la dotaba de cierta aristocracia, de orgullo; de un pinche orgullo, decía mi padre, de un pinche orgullo que no llena la panza.
viernes, 30 de mayo de 2008
lunes, 7 de abril de 2008
III
Mi padre era el fruto de las faldas de mi abuela, y aunque pareciera lo contrario era él y no mi madre, el hijo del General.
A diferencia de ella él nunca lo mencionó, quizá no le causaba gracia alguna que Romana lo predicara por todos lados, sobre todo porque quien vivía con él no era Don Porfirio, sino Juan, un jornalero igual que todos los demás, pobre y muerto de hambre.
Y aunque quisiera contar toda la historia de mi familia me cuesta trabajo, hay algunas lagunas, momentos que nadie recuerda; la abuela quizá porque está muerta, mi padre nunca ha hablado nada de nada y mi madre curiosamente nunca recuerda algo que no tenga que ver con El General, pero aún así hay quien recuerda el día de la boda de los abuelos, ya en Lumbreras. La boda fue lo más suntuosa que se pudo. Cunda se vistió con vestido blanco y entorchado, decía mi madre que nunca olvidaba la mítica falda, luciendo bella con una barriga de seis meses donde se gestaba el hijo del General. La iglesia era pequeña y se atiborró de gente; mi abuelo aprovechó las flores de una boda que se realizó esa misma mañana, aunque dicen que se arrepintió cuando algunas avispas fueron atraídas por la pestilencia de los tulipanes que se cocían con el calor humano, Romana Lopepe, asentada en actas como Romana López aceptaba a Juan Díaz como su legítimo esposo.
Terminó la misa y los novios salieron. Él se desmayó.
A diferencia de ella él nunca lo mencionó, quizá no le causaba gracia alguna que Romana lo predicara por todos lados, sobre todo porque quien vivía con él no era Don Porfirio, sino Juan, un jornalero igual que todos los demás, pobre y muerto de hambre.
Y aunque quisiera contar toda la historia de mi familia me cuesta trabajo, hay algunas lagunas, momentos que nadie recuerda; la abuela quizá porque está muerta, mi padre nunca ha hablado nada de nada y mi madre curiosamente nunca recuerda algo que no tenga que ver con El General, pero aún así hay quien recuerda el día de la boda de los abuelos, ya en Lumbreras. La boda fue lo más suntuosa que se pudo. Cunda se vistió con vestido blanco y entorchado, decía mi madre que nunca olvidaba la mítica falda, luciendo bella con una barriga de seis meses donde se gestaba el hijo del General. La iglesia era pequeña y se atiborró de gente; mi abuelo aprovechó las flores de una boda que se realizó esa misma mañana, aunque dicen que se arrepintió cuando algunas avispas fueron atraídas por la pestilencia de los tulipanes que se cocían con el calor humano, Romana Lopepe, asentada en actas como Romana López aceptaba a Juan Díaz como su legítimo esposo.
Terminó la misa y los novios salieron. Él se desmayó.
sábado, 5 de abril de 2008
II
Ella siempre contaba la historia mientras pescaba, cuando alguna tilapia inquieta ocasionaba que se mojara su falda, renegaba y decía malas palabras, hacía alguna rabieta y pataleaba salpicando por doquier. Salía del agua con sus grandes pasos: alguna vez la imaginé como un hipopótamo viejo tratando de salir del estanque; renegaba de no tener nada más que ponerse, de la incomodidad de pescar y de la falda. Hacía rabietas, más malas palabras pero terminaba siempre por decirlo: si no fuera por las faldas largas no estaríamos aquí. Y volvía a su memoria toda la historia de mamá Cunda, así le decía a mi abuela; todos los detalles: La guerra, los franceses, el generalísimo, el grandioso escape, y lo peor de todo, decía mi madre, mientras comenzaba nuevamente a arremangarse la falda y entrar despacio al agua, al olvido.
lunes, 31 de marzo de 2008
I
I
Mi madre siempre me contaba la verdadera historia, me decía, eres nieto del General Don Porfirio Díaz. Movía dificultosamente su enorme cuerpo y renegaba de quien había dicho que durante la batalla contra el imperio mi abuelo se había escondido debajo de las enaguas de Juana Cata, y es que ella sabía la verdad: no eran unas enaguas vulgares de india, sino una Falda de corte francés, satinada, azul, con un encaje blanco y entorchado.
La patrulla casi lo coge, sin embargo mi abuela levantó sus faldas mostrando sus muslos blancos de francesa permitiendo que Porfirio, que aún no tenía el título de General, se escondiera ahí, sólo esa vez lo vio, pero fue suficiente.
La abuela nunca contó con detalle lo que sucedió debajo de su falda, quizá realmente nunca nadie lo supo, ni siquiera mi abuelo.
Un solo día, un momento con el soldado.
No sabemos con exactitud si el abdomen abultado o la relación que mantuvo con un jornalero, mi otro abuelo, fue la causa final, pero el padre de mi abuela, francés de nacimiento, la echó de casa y le negó la pequeña fortuna del modesto negocio familiar.
Recorrieron el país, al igual que Jesús y María, con su hijo en el vientre y un burro con sus cosas, hasta toparse con un pueblo que los acogió, un pueblo que su mayor grandeza la llevaba en el nombre, de la misma forma que mi abuela en el vientre: Las Lumbreras.
Así me lo contaba mi madre, quizá con más pasión o con algunas palabras más fuertes, pero siempre la misma historia, y debo confesar, alguna vez la creí.
Mi madre siempre me contaba la verdadera historia, me decía, eres nieto del General Don Porfirio Díaz. Movía dificultosamente su enorme cuerpo y renegaba de quien había dicho que durante la batalla contra el imperio mi abuelo se había escondido debajo de las enaguas de Juana Cata, y es que ella sabía la verdad: no eran unas enaguas vulgares de india, sino una Falda de corte francés, satinada, azul, con un encaje blanco y entorchado.
La patrulla casi lo coge, sin embargo mi abuela levantó sus faldas mostrando sus muslos blancos de francesa permitiendo que Porfirio, que aún no tenía el título de General, se escondiera ahí, sólo esa vez lo vio, pero fue suficiente.
La abuela nunca contó con detalle lo que sucedió debajo de su falda, quizá realmente nunca nadie lo supo, ni siquiera mi abuelo.
Un solo día, un momento con el soldado.
No sabemos con exactitud si el abdomen abultado o la relación que mantuvo con un jornalero, mi otro abuelo, fue la causa final, pero el padre de mi abuela, francés de nacimiento, la echó de casa y le negó la pequeña fortuna del modesto negocio familiar.
Recorrieron el país, al igual que Jesús y María, con su hijo en el vientre y un burro con sus cosas, hasta toparse con un pueblo que los acogió, un pueblo que su mayor grandeza la llevaba en el nombre, de la misma forma que mi abuela en el vientre: Las Lumbreras.
Así me lo contaba mi madre, quizá con más pasión o con algunas palabras más fuertes, pero siempre la misma historia, y debo confesar, alguna vez la creí.
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